DIOS
UNA TEOLOGÍA NATURAL
Patricio Valdés Marín
Somos minúsculos para pretender comprender a este “Ser”
que llamamos Dios y de quien San Anselmo de Canterbury (1033-1109) argumentó
para probar su existencia “que nada más grande puede ser pensado”. A pesar de
nuestras limitaciones como seres humanos y que Dios es silente y nos es
inasible, nuestra razón nos induce a reflexionar sobre Él. De todas las cosas
del universo sólo los seres humanos podemos, a partir del conocimiento del
universo y sus cosas, llegar a postular la existencia de Dios e incorporar este
conocimiento a la cosmovisión particular de cada uno. El conocimiento de Dios
nos plantea un problema, ya que la transcendencia sale de la experiencia que
tenemos acerca del mundo sensible, que es el único mundo que conocemos
directamente. Aún así, razonablemente podemos afirmar primero que Él existe.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274) ya examinó pruebas de la existencia de Dios,
deduciendo que es la causa (motor) incausada del universo, siendo su primera
causa, que existe necesariamente por sí mismo sin depender de otros, que al ser
causa del bien de otros es el bien mismo, que estableció las leyes naturales
por las cuales el universo y sus cosas se rigen. Sin embargo, en posesión de
mayor conocimiento científico, ahora podríamos avanzar aún más en el
conocimiento natural de Dios.
Propiedades divinas
La esencia de Dios
Dios no puede ser un compuesto, ya que
algo antes debió suministrar los componentes. Dios debe ser originario o
increado y simple. Para cumplir con estos requisitos la esencia de Dios sería
la energía. Sin embargo, no hay un solo concepto humano, que provenga de la
experiencia natural, que pueda definir con precisión la esencia de la energía
divina. Entre otras ideas este concepto debería incluir energía-amor, energía
primigenia u original, energía infinita, energía eterna, energía sabia, energía
creadora, energía diseñadora, energía-voluntad, energía auto-determinante,
energía intencional, energía todopoderosa, energía lógica. Dios originario
significa que Dios es eterno, que toda la eternidad se identifica con Dios o
está “ocupada” por Dios.
Dios creador
El primer principio de la
termodinámica afirma: “la energía no se crea ni se destruye, solo se
transforma”. De esta manera y sin caer en el panteísmo Dios mismo transformó
infinita energía divina en energía
cuántica en el instante mismo del origen del universo que llamamos “Big Bang”,
hace unos 13,7 mil setecientos millones de años atrás, otorgándole unidad al
universo respecto a su composición y su funcionamiento. En dicho instante Dios
efectuó la cuantificación de la energía en la escala fundamental del universo,
que es la escala del fotón. La uniformidad de la energía se granuló en pequeños
paquetes discretos de energía llamados cuantos o fotones. La interacción de
estas partículas fundamentales generó el espacio y el tiempo y estructuró las
partículas de la siguiente escala. En dicha escala la materia se organizó en
dos formas básicas, que son la masa y la carga eléctrica. A partir de las
cuales el universo se ha ido estructurando en su totalidad a través de
sucesivas escalas según las leyes naturales diseñadas desde la eternidad por
Dios (ver “Una cosmovisión”). El universo no es una entidad aparte de Dios,
sino que forma parte de Él. Sin embargo, entre la energía divina y la energía
del universo habría una relación de causalidad, dominio y dependencia. El
deísmo mecanicista cartesiano se queda corto para describir esta relación. Dios
es mucho más que el creador del universo como el relojero que construye un
reloj, le da cuerda y lo deja funcionando. Aunque las cosas del universo se
rigen estrictamente por las leyes naturales que los científicos se ufanan en
descubrir, la concepción de Dios está más de acuerdo con el teísmo de un Dios
que tiene el poderío del universo.
La magnitud de Dios
Si consideramos que Dios es el creador
del universo, no podríamos concebirlo como un dios local, al estilo de los israelitas
con Yahvé. El universo es inmenso. Se estima que contiene 100.000 millones de
galaxias, cada una encuadrando 100.000 millones de estrellas. Además, Dios
sería tan grande que tendría conocimiento y poder sobre todos y cada uno de los
componentes del universo en todas sus escalas de estructuración. Tal como se
infla un globo, éste se ha venido expandiendo radialmente a la velocidad de la
luz desde su comienzo, en el punto del Big Bang, hace 13,7 millones de años.
Cosmológicamente reflexionando, podemos imaginar a Dios ubicado en el centro
mismo del universo, allí donde comenzó el Big Bang. Si cualquier partícula del
universo está ahora viajando hacia el infinito, alejándose del Big Bang a la
máxima velocidad permitida a la materia con energía infinita, que es la de la
luz, podemos deducir que la distancia en ese instante es máxima, pero por
razones dadas por la teoría especial de la relatividad de Einstein, o más
específicamente por la contracción de FitzGerald, en la perspectiva del
observador ubicado en el centro del universo el radio a dicha velocidad es cero,
como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del
universo; por lo tanto, todo el universo, incluyendo cada una de sus partículas
que, desde dicha perspectiva, están en la periferia del mencionado globo, cuya
membrana se está extendiendo y que contiene sólo las otras dos de las tres
dimensiones espaciales que componen el universo tridimensional, estaría en el
propio tiempo presente de Dios.
Dios y la eternidad
La eternidad es Dios. Ella es la
realidad donde el pasado y el futuro se funden en el presente, donde la
extensión no tiene distancias y donde cualquier vacío lo ocupa la
unidimensional energía divina. Las almas que se condenan por su propia
conciencia en la eternidad se encierran en sí mismas y existen en soledad,
ciegas al amor divino. Lo que caracteriza a las cosas del universo es la
temporalidad. Las relaciones causales entre causa y efecto de cualquier fenómeno natural generan un
proceso. El tiempo mide su duración mientras que el espacio mide su extensión.
La existencia en el universo es una condición del tiempo presente, que es, en
términos aristotélicos, cuando la potencia se actualiza. La razón es que cada
observador existe en el tiempo presente, que es propio de cada observador,
mientras que todo el resto del universo existe en su pasado que va de lo
inmediato a la máxima distancia, que es la duración del universo por la
velocidad de la luz. Así, cada observador es el centro de una esfera con radio
de dicha máxima distancia y cuya periferia es el mismo Big Bang, donde Dios
estaría ubicado. En cambio, la eternidad caracteriza la transcendencia, es
decir, aquello que está, por así decir, justo más allá del universo de tiempo y
espacio, es decir, más allá del Big Bang. En términos tomistas, Dios es acto
puro, lo que no significa que Dios exista sólo en el presente, sino en todo
tiempo. En la eternidad no existe la causalidad, ya que ésta está en función
del proceso, que exige la temporalidad del tiempo y la extensión del espacio.
Dios y la conciencia
Los seres humanos somos animales
transcendentes. Tenemos la capacidad para estructurar la energía natural en
energía psíquica, que porta nuestra unicidad y que subsiste a la muerte de
nuestro cuerpo. A través de la conciencia de lo otro y la conciencia de sí
nosotros humanos desarrollamos la conciencia profunda. Del mismo modo como la
conciencia de lo otro es funcional con el universo y la conciencia de sí lo es
en especial con el ser humano, la conciencia profunda es funcional para una
relación interpersonal con Dios. En lo más profundo de ésta, en la mismidad, en
la soledad y el silencio, en la humildad de nuestra condición humana y criatura
de Dios, más allá del bullicio del mundo, en un acto de oración religiosa, nos
encontramos con Dios como nuestro padre amoroso que nos acoge, comprende y
orienta. Nuestra acción para relacionarnos con Dios, el prójimo y las cosas
depende de nuestra libertad. Ella es moral y responsable y por ella seremos
juzgados. En el Padrenuestro, la
oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es
silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está
diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como
voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es
sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y
pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin
condicionar el amor a Dios.
El caso de la experiencia mística de
san Juan de la Cruz (1542-1591) permite entender la unión del yo profundo con
Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen “noche oscura”, que
sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa referida a lo
sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del espíritu (la
vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una desoladora
sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía
iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su
materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión
mística con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).
La cuestión del bien
y el mal
Decíamos más atrás que el universo no es una entidad
aparte de Dios, sino que forma parte de Él. Pero si decimos que Dios es
absolutamente bueno, resulta contradictorio asociarlo con el mundo, ya que nos parece evidente que las cosas allí son buenas o malas. Así, el nacimiento es bueno, la muerte es
mala; una buena cosecha es buena, la peste es mala; el día es bueno, la noche
es mala; el alimento es bueno, el veneno es malo. Sin embargo, la
creencia de que existen cosas en sí buenas y otras que en sí son malas plantea
una contradicción, que es el perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo:¿Cómo es posible
que Dios, que es bueno, justo y poderoso, pueda permitir el mal? La respuesta fácil
es acusarlo de injusticia y concluir que un Dios que sea tanto amoroso como
injusto no puede existir por ser contradictorio. Sin embargo, la respuesta es
más compleja. La existencia humana parte como organismo biológico, se hace
consciente y, tras la muerte, llega a la misma eternidad, como la metamorfosis
que culmina en una mariposa cuya belleza dependerá del amor y justicia de sus
acciones. Nuestra cultura ha supuesto una distorsión al suponer que el
propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en
circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos
moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a
integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene
por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien
propició la autorrealización en el aquí y ahora, sino la existencia después de
la muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional,
según postuló Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo
animal a lo humano y a la energía personal del espíritu, es decir, de lo
inmanente a lo transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es
doble: vivir plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida
eterna y sus demandas, y en que debe predominar la conciencia profunda sobre
las otras escalas de conciencia.
Respecto al
problema del bien y el mal, la postura maniquea ha sido la más extrema.
Considera que tal como hay cosas que en sí son buenas, existen cosas que en sí
son malas. Estas dos agrupaciones de cosas provendrían de sendos principios contrarios, y la realidad es imaginada
como un conflicto permanente entre estos fundamentos. Incluso se personifican
ambos elementos como deidades eternas.. Para superar este dualismo divino desde la perspectiva monoteísta el citado santo Tomás de Aquino supuso a partir de las categorías
transcendentales aristotélicas que las cosas son buenas en la misma medida que
son, proviniendo esa calidad de ser de su grado de participación en el Ser o
Acto Puro, identificado con Dios. Y puesto que no existe el no ser, no puede
existir el mal, sino solamente la falta de bien. Él sostuvo que existe toda una
jerarquía de seres con cada vez menores atributos de ser y, por tanto, de bien,
desde el acto puro hasta la total carencia de estos atributos, identificada con
la pura potencia –la materia prima–. El bien resulta ser así una categoría
trascendental de todas las cosas. Efectivamente,
cuando se valoran las cosas como buenas o malas, y se hace una distinción entre
la forma (espíritu) y la materia, es natural identificar las primeras con lo
espiritual y las cosas malas o carentes de bien con lo material. Santo Tomás
suponía que la bondad está en relación directa con la calidad espiritual del
ser en cuestión, siendo Dios espíritu puro y, por lo tanto, infinitamente
bueno. Para él todo encajaba estupendamente bien. Sin embargo, el problema es que él concibió el bien, o lo
bueno, como una categoría trascendental del ser, y no como una cualidad de la
funcionalidad de todas las cosas. Si se considera que tanto lo bueno y también
lo verdadero como lo bello son sus propiedades trascendentales, entonces el
ser trascendental es inmutable por ser uno, que sería otra de sus propiedades
trascendentales. En cambio, los seres reales, aquéllos que existen realmente
en el universo, son esencialmente mutables y múltiples, siendo justamente éstas
las dos propiedades trascendentales que debieran ser consideradas como
verdaderamente propias del ser.
La historia que
emerge del conocimiento científico es bastante distinta a la tradición
filosófica. El universo que la ciencia descubre no es precisamente un lugar de
armonía y bondad, sino que de conflicto, destrucción y estructuración, donde
existen colosales fuerzas desencadenadas. En este universo ha emergido la vida
con aptitudes para sobrevivir y reproducirse, y en el curso de su evolución ha
aparecido el ser humano, quien no es justamente un ángel caído, sino que el
brote más maravilloso del conflictivo universo. El cambio propio en la
naturaleza genera nuevas cosas a la vez que producen destrucción y muerte. El
resultado del cambio es frecuentemente la disfuncionalidad. Las cosas existen
en un medio ambivalente de abundancia y escasez, de oportunidades y peligros a
la propia existencia. Los seres humanos somos parte de este universo de
destrucción y estructuración. El universo donde existimos es la realidad donde
conviven el gozo y el placer, la alegría y la tristeza, la felicidad y la
desgracia. Para alimentarse se debe matar; para existir se debe destruir.
Nuestra auto-estructuración se produce tras la desestructuración de otros. El
universo no es un lugar de paz y armonía. Dios, su creador, no tuvo la
intención de establecer el orden, la bondad, la belleza, que son categorías
abstractas e idealistas de nuestra mente, sino que a través de la fuerza Él
quiso posibilitar la estructuración de cosas cada vez más funcionales en
escalas cada vez mayores a partir de la energía cuantificada. Por eso, en el
principio no fue la luz de la unidad, de la verdad ni de la bondad, sino que la
poderosa luz de la energía infinita divina que creó el universo a partir del Big
Bang. Tal es el universo real y no el mejor posible ni tampoco el perfecto.
Podemos afirmar
que las cosas no son ni buenas ni malas en sí, en forma absoluta, ni como
referencia a algo absoluto, sino que lo son con relación a otras cosas. Luego,
las cosas son buenas o malas en forma relativa, según se relacionen entre con
el sujeto. No se puede predicar de las cosas lo bueno o lo malo de manera
unívoca, sino que el grado de estas categorías fluctúa entre lo óptimo y lo
pésimo para un sujeto. Decimos que algo es bueno o es malo, 1º Cuando una
acción esperada se realiza o no se realiza, o se realiza de modo imperfecto, ya
que la cualidad de bueno o malo no se achaca a la cosa, sino a su
funcionamiento: un cuchillo es bueno porque tiene filo. 2º Cuando valoramos la
funcionalidad de la acción desde el punto de vista de nuestra supervivencia y
reproducción, y según nos afecte subjetivamente en nuestra conveniencia y
bienestar. 3º Cuando nos referimos a las acciones de los seres humanos desde el
punto de vista de las normas éticas o legales, estando dichas acciones sujetas
a sistemas de premios y castigos. 4º Cuando desde el punto de vista de la
intencionalidad, que es la acción que pertenece a la moral, el juicio lo hace
el sujeto en su propia conciencia, siendo, por lo tanto, eminentemente
subjetivo.
Sin embargo, en
el mundo el mal existe objetivamente. Existen seres humanos verdaderamente
malos. Convivimos con personas que no entrarán al reino de Dios. Este mal
proviene del actuar libremente de manera injusta y sin amor al prójimo. La
libertad humana no está determinada por la voluntad divina, sino es la facultad
que distingue a los seres humanos del resto de la creación y la condición
necesaria para relacionarse con Dios. Tanto como somos afectados por las leyes
naturales, nosotros intervenimos en el devenir según nuestra acción
intencional. Pero como somos también libres a causa de nuestra razón, nuestra
acción intencional tiene además una dimensión moral y transcendente. Aunque la
psicología y la sociología justifiquen conductas inmorales, siempre seremos
responsables por ellas, y nuestra conciencia lo sabe.
Dios y la ciencia
El surgimiento de la ciencia
En tiempos pre-científicos, se ignoraba los modos de las
relaciones causales detrás del cambio y resultaba natural pensar que el cambio
ocurre por intervención directa de la voluntad divina. Un chamán podía influir
mágicamente en alguna deidad para conseguir o evitar algún acontecimiento según
fuera favorable o desfavorable. A través de un pacto se convenía la cesión de
algo a cambio de un favor divino. Al ir desentrañando la causalidad natural, la
ciencia no encuentra ninguna intervención milagrosa divina, sino la acción de
la naturaleza según sus propias leyes. Un milagro sería una radical violación
de las leyes naturales. El ateísmo aparece cuando se descubre que si Dios no
actúa en el orden natural, entonces no hay necesidad para que exista. Ni
siquiera la postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante
del Big Bang ayuda a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la
naturaleza ha ido evolucionando según los propios mecanismos naturales propios
del cambio hasta llegar a las cosas que en la actualidad conocemos.
El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios
inmutable de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad
develada por la ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció
el saber objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de
causalidad de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue
descubriendo los verdaderos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales
las cosas cambian y se transforman. La irrupción de la ciencia en nuestra época
ha revolucionado los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido
de Dios, de sí mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por
miles de generaciones, ya no satisface al hombre contemporáneo, quien observa
con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.
La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran
mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo
de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el
lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada
nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de
la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la
paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia
devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus
enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.
Nuestra era de racionalidad, naturalismo, agnosticismo y
ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una dimensión transcendente
de la realidad. Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer
con gran certeza un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones,
de posibilidades y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Estos son
los efectos naturales del poderoso surgimiento de la ciencia que incitó al
empirista Bertrand Russell (1872-1970) a afirmar que: “lo que la ciencia no
puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Igualmente, tiempo después, el
neopositivista A. J. Ayer (1910-1989), aseveraba que: “las únicas afirmaciones
válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos y cualquier
declaración sobre la naturaleza de Dios no tiene sentido. En cuanto al universo
que está descubriendo la ciencia, el genetista británico J. B. S. Haldane
(1892-1964) lo resumía como no solamente más extraño de lo que imaginamos, sino
de lo que nos podemos imaginar. Si bien es cierto que el universo es más
complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para no tener la
posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método científico,
la causalidad, por la cual las cosas interactúan.
Dios en la ciencia
Es claro que la existencia del universo es una puerta
abierta que la ciencia no es capaz de cerrar por ella misma, colándose mucha
incertidumbre. Por una parte, Dios es una existencia impenetrable para la ciencia y los sentidos,
ya que simplemente Él no es observable ni está sujeto a la experimentación. Por
la otra, la existencia del universo no puede ser explicada recurriendo al mismo
universo; necesariamente se requiere postular un agente externo al universo
para establecer su necesidad. De allí que sin contradecir el conocimiento
científico, sino apuntalándolo, se puede concluir necesariamente que el
universo es una creación de Dios. La ciencia quedará agradecida que se pueda
cerrar la mencionada puerta. Sin duda se trata de una paradoja: cómo algo
perteneciente a un universo completamente físico puede llegar a pensar,
concluir y desear la existencia de algo que lo transciende absolutamente. En
fin, el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera sólo por sí
mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar divino.