miércoles, 29 de agosto de 2018


DIOS 


UNA TEOLOGÍA NATURAL


Patricio Valdés Marín

Somos minúsculos para pretender comprender a este “Ser” que llamamos Dios y de quien San Anselmo de Canterbury (1033-1109) argumentó para probar su existencia “que nada más grande puede ser pensado”. A pesar de nuestras limitaciones como seres humanos y que Dios es silente y nos es inasible, nuestra razón nos induce a reflexionar sobre Él. De todas las cosas del universo sólo los seres humanos podemos, a partir del conocimiento del universo y sus cosas, llegar a postular la existencia de Dios e incorporar este conocimiento a la cosmovisión particular de cada uno. El conocimiento de Dios nos plantea un problema, ya que la transcendencia sale de la experiencia que tenemos acerca del mundo sensible, que es el único mundo que conocemos directamente. Aún así, razonablemente podemos afirmar primero que Él existe. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) ya examinó pruebas de la existencia de Dios, deduciendo que es la causa (motor) incausada del universo, siendo su primera causa, que existe necesariamente por sí mismo sin depender de otros, que al ser causa del bien de otros es el bien mismo, que estableció las leyes naturales por las cuales el universo y sus cosas se rigen. Sin embargo, en posesión de mayor conocimiento científico, ahora podríamos avanzar aún más en el conocimiento natural de Dios. 


Propiedades divinas


La esencia de Dios

Dios no puede ser un compuesto, ya que algo antes debió suministrar los componentes. Dios debe ser originario o increado y simple. Para cumplir con estos requisitos la esencia de Dios sería la energía. Sin embargo, no hay un solo concepto humano, que provenga de la experiencia natural, que pueda definir con precisión la esencia de la energía divina. Entre otras ideas este concepto debería incluir energía-amor, energía primigenia u original, energía infinita, energía eterna, energía sabia, energía creadora, energía diseñadora, energía-voluntad, energía auto-determinante, energía intencional, energía todopoderosa, energía lógica. Dios originario significa que Dios es eterno, que toda la eternidad se identifica con Dios o está “ocupada” por Dios.

Dios creador

El primer principio de la termodinámica afirma: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. De esta manera y sin caer en el panteísmo Dios mismo transformó infinita energía divina  en energía cuántica en el instante mismo del origen del universo que llamamos “Big Bang”, hace unos 13,7 mil setecientos millones de años atrás, otorgándole unidad al universo respecto a su composición y su funcionamiento. En dicho instante Dios efectuó la cuantificación de la energía en la escala fundamental del universo, que es la escala del fotón. La uniformidad de la energía se granuló en pequeños paquetes discretos de energía llamados cuantos o fotones. La interacción de estas partículas fundamentales generó el espacio y el tiempo y estructuró las partículas de la siguiente escala. En dicha escala la materia se organizó en dos formas básicas, que son la masa y la carga eléctrica. A partir de las cuales el universo se ha ido estructurando en su totalidad a través de sucesivas escalas según las leyes naturales diseñadas desde la eternidad por Dios (ver “Una cosmovisión”). El universo no es una entidad aparte de Dios, sino que forma parte de Él. Sin embargo, entre la energía divina y la energía del universo habría una relación de causalidad, dominio y dependencia. El deísmo mecanicista cartesiano se queda corto para describir esta relación. Dios es mucho más que el creador del universo como el relojero que construye un reloj, le da cuerda y lo deja funcionando. Aunque las cosas del universo se rigen estrictamente por las leyes naturales que los científicos se ufanan en descubrir, la concepción de Dios está más de acuerdo con el teísmo de un Dios que tiene el poderío del universo.

La magnitud de Dios

Si consideramos que Dios es el creador del universo, no podríamos concebirlo como un dios local, al estilo de los israelitas con Yahvé. El universo es inmenso. Se estima que contiene 100.000 millones de galaxias, cada una encuadrando 100.000 millones de estrellas. Además, Dios sería tan grande que tendría conocimiento y poder sobre todos y cada uno de los componentes del universo en todas sus escalas de estructuración. Tal como se infla un globo, éste se ha venido expandiendo radialmente a la velocidad de la luz desde su comienzo, en el punto del Big Bang, hace 13,7 millones de años. Cosmológicamente reflexionando, podemos imaginar a Dios ubicado en el centro mismo del universo, allí donde comenzó el Big Bang. Si cualquier partícula del universo está ahora viajando hacia el infinito, alejándose del Big Bang a la máxima velocidad permitida a la materia con energía infinita, que es la de la luz, podemos deducir que la distancia en ese instante es máxima, pero por razones dadas por la teoría especial de la relatividad de Einstein, o más específicamente por la contracción de FitzGerald, en la perspectiva del observador ubicado en el centro del universo el radio a dicha velocidad es cero, como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo; por lo tanto, todo el universo, incluyendo cada una de sus partículas que, desde dicha perspectiva, están en la periferia del mencionado globo, cuya membrana se está extendiendo y que contiene sólo las otras dos de las tres dimensiones espaciales que componen el universo tridimensional, estaría en el propio tiempo presente de Dios.

Dios y la eternidad

La eternidad es Dios. Ella es la realidad donde el pasado y el futuro se funden en el presente, donde la extensión no tiene distancias y donde cualquier vacío lo ocupa la unidimensional energía divina. Las almas que se condenan por su propia conciencia en la eternidad se encierran en sí mismas y existen en soledad, ciegas al amor divino. Lo que caracteriza a las cosas del universo es la temporalidad. Las relaciones causales entre causa y efecto  de cualquier fenómeno natural generan un proceso. El tiempo mide su duración mientras que el espacio mide su extensión. La existencia en el universo es una condición del tiempo presente, que es, en términos aristotélicos, cuando la potencia se actualiza. La razón es que cada observador existe en el tiempo presente, que es propio de cada observador, mientras que todo el resto del universo existe en su pasado que va de lo inmediato a la máxima distancia, que es la duración del universo por la velocidad de la luz. Así, cada observador es el centro de una esfera con radio de dicha máxima distancia y cuya periferia es el mismo Big Bang, donde Dios estaría ubicado. En cambio, la eternidad caracteriza la transcendencia, es decir, aquello que está, por así decir, justo más allá del universo de tiempo y espacio, es decir, más allá del Big Bang. En términos tomistas, Dios es acto puro, lo que no significa que Dios exista sólo en el presente, sino en todo tiempo. En la eternidad no existe la causalidad, ya que ésta está en función del proceso, que exige la temporalidad del tiempo y la extensión del espacio.

Dios y la conciencia

Los seres humanos somos animales transcendentes. Tenemos la capacidad para estructurar la energía natural en energía psíquica, que porta nuestra unicidad y que subsiste a la muerte de nuestro cuerpo. A través de la conciencia de lo otro y la conciencia de sí nosotros humanos desarrollamos la conciencia profunda. Del mismo modo como la conciencia de lo otro es funcional con el universo y la conciencia de sí lo es en especial con el ser humano, la conciencia profunda es funcional para una relación interpersonal con Dios. En lo más profundo de ésta, en la mismidad, en la soledad y el silencio, en la humildad de nuestra condición humana y criatura de Dios, más allá del bullicio del mundo, en un acto de oración religiosa, nos encontramos con Dios como nuestro padre amoroso que nos acoge, comprende y orienta. Nuestra acción para relacionarnos con Dios, el prójimo y las cosas depende de nuestra libertad. Ella es moral y responsable y por ella seremos juzgados. En el Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin condicionar el amor a Dios.

El caso de la experiencia mística de san Juan de la Cruz (1542-1591) permite entender la unión del yo profundo con Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen “noche oscura”, que sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa referida a lo sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del espíritu (la vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una desoladora sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión mística con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).


La cuestión del bien y el mal


Decíamos más atrás que el universo no es una entidad aparte de Dios, sino que forma parte de Él. Pero si decimos que Dios es absolutamente bueno, resulta contradictorio asociarlo con el mundo, ya que nos parece evidente que las cosas allí son buenas o malas. Así, el nacimiento es bueno, la muerte es mala; una buena cosecha es buena, la peste es mala; el día es bueno, la noche es mala; el alimento es bueno, el veneno es malo. Sin embargo, la creencia de que existen cosas en sí buenas y otras que en sí son malas plantea una contradicción, que es el perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo:¿Cómo es posible que Dios, que es bueno, justo y poderoso, pueda permitir el mal? La respuesta fácil es acusarlo de injusticia y concluir que un Dios que sea tanto amoroso como injusto no puede existir por ser contradictorio. Sin embargo, la respuesta es más compleja. La existencia humana parte como organismo biológico, se hace consciente y, tras la muerte, llega a la misma eternidad, como la metamorfosis que culmina en una mariposa cuya belleza dependerá del amor y justicia de sus acciones. Nuestra cultura ha supuesto una distorsión al suponer que el propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien propició la autorrealización en el aquí y ahora, sino la existencia después de la muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, según postuló Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo animal a lo humano y a la energía personal del espíritu, es decir, de lo inmanente a lo transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida eterna y sus demandas, y en que debe predominar la conciencia profunda sobre las otras escalas de conciencia.

Respecto al problema del bien y el mal, la postura maniquea ha sido la más extrema. Considera que tal como hay cosas que en sí son buenas, existen cosas que en sí son malas. Estas dos agrupaciones de cosas provendrían de sendos principios contrarios, y la realidad es imaginada como un con­flicto permanente entre estos fundamentos. Incluso se personifican ambos elementos como deidades eternas.. Para superar este dualismo divino desde la perspectiva monoteísta el citado santo Tomás de Aquino supuso a partir de las categorías trans­cendentales aristotélicas que las cosas son buenas en la misma medida que son, proviniendo esa calidad de ser de su grado de participación en el Ser o Acto Puro, identificado con Dios. Y puesto que no existe el no ser, no puede existir el mal, sino solamente la falta de bien. Él sostuvo que existe toda una jerarquía de seres con cada vez menores atributos de ser y, por tanto, de bien, desde el acto puro hasta la total carencia de estos atributos, identificada con la pura potencia –la materia prima–. El bien resulta ser así una categoría trascendental de todas las cosas. Efectivamente, cuando se valoran las cosas como buenas o malas, y se hace una distinción entre la forma (espíritu) y la materia, es natural identificar las primeras con lo espiritual y las cosas malas o carentes de bien con lo material. Santo Tomás suponía que la bondad está en relación directa con la calidad espiritual del ser en cuestión, siendo Dios espíritu puro y, por lo tanto, infinitamente bueno. Para él todo encajaba estupendamente bien. Sin embargo, el problema es que él concibió el bien, o lo bueno, como una categoría trascendental del ser, y no como una cualidad de la funcionalidad de todas las cosas. Si se considera que tanto lo bueno y también lo verdadero como lo bello son sus propiedades tras­cendentales, entonces el ser trascendental es inmutable por ser uno, que sería otra de sus propiedades trascendentales. En cam­bio, los seres reales, aquéllos que existen realmente en el universo, son esencialmente mutables y múltiples, siendo justamente éstas las dos propiedades trascendentales que debieran ser consi­deradas como verdaderamente propias del ser. 

La historia que emerge del conocimiento científico es bastante distinta a la tradición filosófica. El universo que la ciencia descubre no es precisamente un lugar de armonía y bondad, sino que de conflicto, destrucción y estructuración, donde existen colosales fuerzas desencadenadas. En este universo ha emergido la vida con aptitudes para sobrevivir y reproducirse, y en el curso de su evolución ha aparecido el ser humano, quien no es justamente un ángel caído, sino que el brote más maravilloso del conflictivo universo. El cambio propio en la naturaleza genera nuevas cosas a la vez que producen destrucción y muerte. El resultado del cambio es frecuentemente la disfuncionalidad. Las cosas existen en un medio ambivalente de abundancia y escasez, de oportunidades y peligros a la propia existencia. Los seres humanos somos parte de este universo de destrucción y estructuración. El universo donde existimos es la realidad donde conviven el gozo y el placer, la alegría y la tristeza, la felicidad y la desgra­cia. Para alimentarse se debe matar; para existir se debe destruir. Nuestra auto-estructuración se produce tras la desestructuración de otros. El universo no es un lugar de paz y armonía. Dios, su creador, no tuvo la intención de establecer el orden, la bondad, la belleza, que son categorías abstractas e idealistas de nuestra mente, sino que a través de la fuerza Él quiso posibilitar la estructuración de cosas cada vez más funcionales en escalas cada vez mayores a partir de la energía cuantificada. Por eso, en el principio no fue la luz de la unidad, de la verdad ni de la bondad, sino que la poderosa luz de la energía infinita divina que creó el universo a partir del Big Bang. Tal es el universo real y no el mejor posible ni tampoco el perfecto.

Podemos afirmar que las cosas no son ni buenas ni malas en sí, en forma absoluta, ni como referencia a algo absoluto, sino que lo son con relación a otras cosas. Luego, las cosas son buenas o malas en forma relativa, según se relacionen entre con el sujeto. No se puede predicar de las cosas lo bueno o lo malo de manera unívoca, sino que el grado de estas categorías fluctúa entre lo óptimo y lo pésimo para un sujeto. Decimos que algo es bueno o es malo, 1º Cuando una acción esperada se realiza o no se realiza, o se realiza de modo imperfecto, ya que la cualidad de bueno o malo no se achaca a la cosa, sino a su funcionamiento: un cuchillo es bueno porque tiene filo. 2º Cuando valoramos la funcionalidad de la acción desde el punto de vista de nuestra supervivencia y reproducción, y según nos afecte subjetivamente en nuestra conveniencia y bienestar. 3º Cuando nos referimos a las acciones de los seres humanos desde el punto de vista de las normas éticas o legales, estando dichas acciones sujetas a sistemas de premios y castigos. 4º Cuando desde el punto de vista de la intencionalidad, que es la acción que pertenece a la moral, el juicio lo hace el sujeto en su propia conciencia, siendo, por lo tanto, eminentemente subjetivo.

Sin embargo, en el mundo el mal existe objetivamente. Existen seres humanos verdaderamente malos. Convivimos con personas que no entrarán al reino de Dios. Este mal proviene del actuar libremente de manera injusta y sin amor al prójimo. La libertad humana no está determinada por la voluntad divina, sino es la facultad que distingue a los seres humanos del resto de la creación y la condición necesaria para relacionarse con Dios. Tanto como somos afectados por las leyes naturales, nosotros intervenimos en el devenir según nuestra acción intencional. Pero como somos también libres a causa de nuestra razón, nuestra acción intencional tiene además una dimen­sión moral y transcendente. Aunque la psicología y la sociología justifiquen conductas inmorales, siempre seremos responsables por ellas, y nuestra conciencia lo sabe.


Dios y la ciencia


El surgimiento de la ciencia

En tiempos pre-científicos, se ignoraba los modos de las relaciones causales detrás del cambio y resultaba natural pensar que el cambio ocurre por intervención directa de la voluntad divina. Un chamán podía influir mágicamente en alguna deidad para conseguir o evitar algún acontecimiento según fuera favorable o desfavorable. A través de un pacto se convenía la cesión de algo a cambio de un favor divino. Al ir desentrañando la causalidad natural, la ciencia no encuentra ninguna intervención milagrosa divina, sino la acción de la naturaleza según sus propias leyes. Un milagro sería una radical viola­ción de las leyes naturales. El ateís­mo aparece cuando se descubre que si Dios no actúa en el orden natural, entonces no hay necesidad para que exista. Ni siquiera la postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante del Big Bang ayuda a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la naturaleza ha ido evolu­cionando según los propios mecanismos naturales propios del cambio hasta llegar a las cosas que en la actualidad conocemos.

El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios inmutable de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad develada por la ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció el saber objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de causalidad de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue descubriendo los verdaderos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales las cosas cambian y se transforman. La irrupción de la ciencia en nuestra época ha revolucionado los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido de Dios, de sí mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por miles de generaciones, ya no satisface al hombre contemporáneo, quien observa con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.

La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.

Nuestra era de racionalidad, naturalismo, agnosticismo y ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una dimensión transcendente de la realidad. Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer con gran certeza un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones, de posibilidades y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Estos son los efectos naturales del poderoso surgimiento de la ciencia que incitó al empirista Bertrand Russell (1872-1970) a afirmar que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Igualmente, tiempo después, el neopositivista A. J. Ayer (1910-1989), aseveraba que: “las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos y cualquier declaración sobre la naturaleza de Dios no tiene sentido. En cuanto al universo que está descubriendo la ciencia, el genetista británico J. B. S. Haldane (1892-1964) lo resumía como no solamente más extraño de lo que imaginamos, sino de lo que nos podemos imaginar. Si bien es cierto que el universo es más complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para no tener la posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método científico, la causalidad, por la cual las cosas interactúan.

Dios en la ciencia

Es claro que la existencia del universo es una puerta abierta que la ciencia no es capaz de cerrar por ella misma, colándose mucha incertidumbre. Por una parte, Dios es una existencia  impenetrable para la ciencia y los sentidos, ya que simplemente Él no es observable ni está sujeto a la experimentación. Por la otra, la existencia del universo no puede ser explicada recurriendo al mismo universo; necesariamente se requiere postular un agente externo al universo para establecer su necesidad. De allí que sin contradecir el conocimiento científico, sino apuntalándolo, se puede concluir necesariamente que el universo es una creación de Dios. La ciencia quedará agradecida que se pueda cerrar la mencionada puerta. Sin duda se trata de una paradoja: cómo algo perteneciente a un universo completamente físico puede llegar a pensar, concluir y desear la existencia de algo que lo transciende absolutamente. En fin, el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera sólo por sí mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar divino.

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